9.8.07

Dime lo que quieras

El policía me detuvo por exceso de velocidad un viernes por la tarde.
Tú sabes, la música, la emoción; y mi tacón se hundió en el pedal demasiado.
La perfecta depilación entre mis piernas, el perfecto pedicure, mis tacones tan chulos, el delicado olor de mi piel, el maquillaje perfecto, el vestido mini cubriendo mi g-string, el bra de lencería a punto de estallar, ¡y vengo a cargarla siendo multada!
Temblaba un poco cuando bajé mi ventana. Quizás por la anfetamina que me había tragado antes de salir, por eso de tener energía para lo que viniera.
Me preguntó si era estudiante y si iba tarde. Le dije que sí. Lloré nerviosa cuando me pidió la licencia de conducir que fingí no encontrar.
Entonces salí del auto. De algún modo se compadeció de mi llanto o de mi atractivo, porque en lugar de multarme por 550 dólares por las millas adicionales, las condiciones de mi auto y el hecho de que no llevaba conmigo mi licencia, me multó por unos 200 y me dejó continuar mi ruta. Una pena que no me gusten los guardias.

Ya en el centro comercial, me senté en área de comer con rostro de que nada había pasado.
Citarse con un profesional, hombre de mundo, con quien se llevan meses teniendo sexo cibernético y telefónico, tiene sus cosas. Ni loca le mencionaría lo de la multa, no fuese a pensar que quería sacarle dinero.
Al ver que no llegaba, decidí dar una vuelta y gastar lo que quedaba en mi bolso en un par de tacones súper sexy en descuento. Así evitaba cenar y perder la línea, o comenzar una digestión cuando menos fuera prudente.
Un empleado se arrodilló a probarme el calzado y preguntó, ¿eres modelo? Le dije, no, soy policía, mientras acomodaba mi pelo tras la oreja mostrando el anillo de matrimonio heredado de mi abuela. Pobrecito, me miró espantado.
Algunos hombres se babeaban a mi paso. Sus mujeres les peleaban por descarados. No saben que así son ellos. Siempre buscando inspiración para sus eyaculaciones en cualquier imagen que les cautive. Esos no me atraen mucho. Prefiero los correctos que miran y disimulan.

Regresé a la misma mesa con un café. Mi autoestima debía continuar alta. El dolor que arrastraba desde mi infancia no podía explotar en ese momento. No por recibir un boleto que no tenía con qué pagar. Menos porque mi cita no llegara.
Quién sabe su angustia sin tener cómo comunicarse. Sólo a mí se me ocurre esperar a alguien y no tener celular. Sabía que todo estaría bien cuando le viera. Nos amaneceríamos teniendo sexo anal y tantas fantasías antes compartidas. Él era un experto. Nada pedía ni ofrecía, sólo sexo.
La última vez le dije te amo. Se me escapó, estaba feliz de hacerlo feliz. Él permaneció en silencio. ¡Qué distante creen los hombres el amor del sexo! Para mi son misma cosa.

Pasé varias horas en el mismo lugar, mirando hacia las entradas. Los empleados se me quedaban mirando.
Esta tiene cara de plantón, parecían pensar. O quizás no pensaban nada. Igual busqué en mi bolso y comencé a escribir en una libretita:
Dime lo que quieras, pero no me llames puta.

De regreso volví a llorar, ahora de rabia. Pero al acariciar mi sexo bajo el vestido, supe que el plantón de mi viejito, que siempre me saluda con un “yo aquí, bellaco como siempre”, no se repetiría.
Estoy segura en la próxima cita él vendrá. O quizás vendrá el otro.
¡Total, son tantos!

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