13.8.07

Serene

Eduardo se había convertido en un insensato. Al hablar, repetía las ideas importantes, hartando a su interlocutor. Sus amores, sus fracasos y logros, sus hijos y hasta su perro, se habían convertido en adicción contaminante. Desempolvaba cada obsesión, creando un efecto espiral, un laberinto de nostalgia que llenaba sus días oscuros en el interior de la selva, donde pasaba meses trabajando sin contacto con la civilización.
Su esposa ya ni lo esperaba. De aquél joven genial y tímido que la enamoró en la universidad, no quedaba rastro. Habían sido años aguantando sus amantes, sus delirios, los accidentes y pérdidas de dinero provocados por sus pasiones. Ante la edad y el cambio de vida, las locuras parecían haber cesado. Eso la tranquilizaba.

Pero en soledad, Eduardo repasaba sus fijaciones proyectándolas en su cabeza repetitivamente. Tampoco podía olvidar a Serene, la amante que lo hechizó. Ella era el crisol que refrescaba sus días cuando la verde maraña se lo tragaba. En archivos, impresos, discos, cajitas de madera con cerradura, había atesorado cada letra suya, cada imagen y obsequio, cada objeto inestimable. Como el pañuelo con sus lágrimas o su ropa íntima perfumada.
Serene huracán, Serene tempestad, Serene sexo insaciable. Serene mujer perfecta cuyo cuerpo no había podido lamer nunca, reconociendo cada poro hasta enterrarse en él y libar sus múltiples orgasmos. Por eso no le importaba que Serene hubiera muerto. Él la tendría a su modo.

2 comentarios:

Ana María Fuster Lavin dijo...

El relato muy bueno, puede ser un bosquejo para un cuento más largo, te quedaría estupendo. El último párrafo es genial, poesía que nos lleva al sorprendente final.

Isla de Piel dijo...

Ana María Fuster, Gracias por estrenar esta oscuridad con tu sabiduría.

Anoto...